Hay un pueblecito en las Altas Cinco Villas, antigua ilustre Villa cuna de hábiles pelaires, habitado por sencillas gentes hospitalarias, con unas calles limpias y empinadas, unas callecitas con historia que llevan a unos barrios entrañables, como el Barrio Verde, con vestigios de antiquísima cultura sefardí. Un barrio donde tiene su casa antigua con jardín y huertecillo una dulce profesora de francés que ejerce la amistad con la delicadeza y la naturalidad de una soñada princesa en el exilio.
Un pueblecito, una villa denominada Biel y en cuyo sustantivo funda el pequeño río Arba su apellido, iniciando en su término un sinuoso recorrido por el ameno valle, que, para el autor de esta acuarela, nombra su primera etapa en Pozo Tronco, bellísimo paraje cuando apenas el cauce fluvial ha dejado atrás su nacimiento.
A Biel se llega por la carretera que desde Luna da vueltas y revueltas, baja y sube a capricho del discurrir del río, que alguna vez (hace poco lo hizo) se enfurruña y transforma su apacible caudal en una amenaza de catástrofe, sin llegar nunca a mayores, como sí hacen otras corrientes asesinas. Si acaso, el Arba alcanza a enlodar sus márgenes por Luna, por El Frago, por Erla, hasta la misma Ejea de los Caballeros donde, cerca de El Sabinar, el río se hermana con el otro Arba, el de Luesia, para muy pronto, pasado Tauste, juntos sumar un mínimo caudal al Ebro poderoso, ya en la cruz de Gallur.
A Biel se llega, repito, a través del gozo y la sorpresa de un valle de verdes y ágiles laderas, con parajes que un pintor anónimo y gigante hubise ido creando detrás de cada tramo del camino, detrás de cada curva, detrás de cada escorzo de los montes plenos de un cambiante verdor estremecido. Ese valle del Arba de Biel es como un inmenso cuadro labrado sin pincel y sin espátula que, en el otoño, se hace de oro añejo y púrpura ondulante en los álamos del río, componiendo una sinfonía de colores y silencios que solo el viento, a intervalos, quedamente se atreve a perturbar.
Biel, presente en el hondón de mi memoria, con su claro río, con sus acogedoras gentes, con ese Caserío de la calle Mayor, de entrañables recuerdos familiares. Biel, con su verde valle y su cielo turquesa, y con el misterio que en el ejido norte de la Villa apunta el minúsculo y recogido camposanto, quizá como un enigmático contrapunto a la vida que bulle por doquier. Biel y su encanto, que, en una atardecida allí, me indujo a escribir estos cuatro sencillos octosílabos:
Un pueblecito, una villa denominada Biel y en cuyo sustantivo funda el pequeño río Arba su apellido, iniciando en su término un sinuoso recorrido por el ameno valle, que, para el autor de esta acuarela, nombra su primera etapa en Pozo Tronco, bellísimo paraje cuando apenas el cauce fluvial ha dejado atrás su nacimiento.
A Biel se llega por la carretera que desde Luna da vueltas y revueltas, baja y sube a capricho del discurrir del río, que alguna vez (hace poco lo hizo) se enfurruña y transforma su apacible caudal en una amenaza de catástrofe, sin llegar nunca a mayores, como sí hacen otras corrientes asesinas. Si acaso, el Arba alcanza a enlodar sus márgenes por Luna, por El Frago, por Erla, hasta la misma Ejea de los Caballeros donde, cerca de El Sabinar, el río se hermana con el otro Arba, el de Luesia, para muy pronto, pasado Tauste, juntos sumar un mínimo caudal al Ebro poderoso, ya en la cruz de Gallur.
A Biel se llega, repito, a través del gozo y la sorpresa de un valle de verdes y ágiles laderas, con parajes que un pintor anónimo y gigante hubise ido creando detrás de cada tramo del camino, detrás de cada curva, detrás de cada escorzo de los montes plenos de un cambiante verdor estremecido. Ese valle del Arba de Biel es como un inmenso cuadro labrado sin pincel y sin espátula que, en el otoño, se hace de oro añejo y púrpura ondulante en los álamos del río, componiendo una sinfonía de colores y silencios que solo el viento, a intervalos, quedamente se atreve a perturbar.
Biel, presente en el hondón de mi memoria, con su claro río, con sus acogedoras gentes, con ese Caserío de la calle Mayor, de entrañables recuerdos familiares. Biel, con su verde valle y su cielo turquesa, y con el misterio que en el ejido norte de la Villa apunta el minúsculo y recogido camposanto, quizá como un enigmático contrapunto a la vida que bulle por doquier. Biel y su encanto, que, en una atardecida allí, me indujo a escribir estos cuatro sencillos octosílabos:
¡Cuánta paz sobre los montes
de Biel, al caer la tarde!
¡Cuánta belleza en el cielo
y qué silencio en el aire!
de Biel, al caer la tarde!
¡Cuánta belleza en el cielo
y qué silencio en el aire!
*El dibujo de acuarela es de nuestro buen amigo Teodoro Pérez Bordetas. Aquí se ve Biel en todo su esplendor.
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