Hoy leo, de mi biblioteca particular, “Esquirlas del espejo” de Miguel Carcasona. Quizá es mi percepción, pero “Esquirlas del espejo” es el típico libro que a pesar de portar a sus espaldas un premio ilustre y reconocido del panorama literario aragonés (fue XX Premio de narrativa, Santa Isabel, Reina de Portugal), pasó un poco de puntillas entre la vocinglería mediática de otros “monstruos” de papel que, sin dudarlo, ofrecieron –y ofrecen– bastante menos calidad literaria que éste libro que hoy recordamos. Su autor, el oscense Miguel Carcasona (Sangarrén,1965), ya fue ganador del Isabel de Portugal en su variante poética, siendo por ello el único autor que lo ha conseguido en sus dos modalidades (prosa y poesía), además de otros importantes galardones nacionales, demostrando así su capacidad literaria.
Este libro enamora desde el principio. Con la imagen de la Sierra de Guara en la retina, el autor va desgranando historias conmovedoras, estremecedoras, siempre bien hilvanadas, plenamente construidas, y mejor escritas. La inmediatez de “El heredero”, el ambiente sórdido y los recuerdos primigenios que nos unen a los de esta generación nacida en los sesenta tan bien descritos en “La hoya desollada”, la conmovedora y tan bien llevada historia de “El espejo impasible” o la realista –y tremendista, al mismo tiempo– “Y van para cinco años”, marcan un punto de calidad difícilmente superable. Así, hasta nueve historias de argumentos plenos y sabiamente trenzados, de grácil lectura, llevados con mano maestra a los planos que el autor nos quiere enseñar para asombrarnos con finales sorprendentes, brillantes, perturbadores.
Me voy a centrar en el relato “La hoya desollada”, quizá el más largo, apoyándome en una frase del autor que en la contraportada cita; “De ahí las alucinaciones o leyendas que, en algunas páginas, afloran desde el fondo del subconsciente, individual o colectivo”. Ese subconsciente es el que me ha abrazado instintivamente con la lectura del mismo; el que me ha llevado a una íntima parte de mi recuerdo de manera apabullante y directa.
Miguel pertenece a una generación paralela a la mía, su infancia rural representa un pasado infantil igualmente abrazado al mío y seguramente territorio conocido para muchas personas que vivieron esas mismas sensaciones primigenias a pesar de no haber coincidido en la cercanía de la relación personal directa pero sí de participar de las escenas e historias de una España sórdida que comenzaba a desperezarse del largo letargo dictatorial, ante la luz de una esperanza de libertad y democracia; unas escenas idénticas en el recuerdo colectivo de todos nosotros. Una España que nos enseñó –a esos niños de los sesenta– que la vida no era tan fácil como la pintan ahora, que compartimos un cambio político y de mentalidades arcaicas mascando parte de las pequeñas miserias que aún se vivían en los pueblos españoles (calles sin asfaltar, pueblos sin agua corriente, madres fregando en los lavaderos del río, teléfonos de centralita comunitarios, frío sólo mitigado con estufas de leña y bolsas de agua caliente para la cama, televisión con rombos, programación raquítica y una UHF casi fantasma…). Nuestros padres y mayores siempre nos hablaron de lo difícil que fue la vida en su tiempo, lo mucho que trabajaron y lo mal que lo pasaron; los jóvenes, y ahora nuestros hijos, creen que todos nacemos con una Nintendo bajo el brazo y que el teléfono móvil, el MP3 y 4, e Internet, existieron desde que el mundo es así; nosotros somos esa generación puente entre nuestros padres y nuestros hijos, abuelos y nietos tan separados (no sólo en el tiempo sino también en las mentalidades y la percepción del devenir) y a la vez tan cercanos; somos los niños que no pasaron penalidades pero que sí sabían de estrecheces y de que la vida no era de color rosa. “La hoya desollada” me ha trasladado a esa infancia rural tan particular, al fútbol y los juegos en las eras, a las correrías por los huertos y frutales, a las grabaciones caseras de radio a cassette (cutres pero encantadoras), a los baños en el río (a veces simple acequia), a los recuerdos que nos marcaron de por vida y ahora nos vienen a la mente… Uno de esos recuerdos imborrables es la presencia cercana de la muerte en familiares directos, muerte tamizada por unas retinas infantes.
Esa descripción del velatorio tan característica en el ámbito rural de aquella época y que tanto nos marcó a los entonces niños, la convivencia con la muerte y sus ritos, ese paralelismo con el funeral de Franco tan verídico, de un fondo tan real –tal y como narra Miguel en su relato– que todos creímos que allí mismo estaba el dictador bajo el manto (negro en mi recuerdo) que cubría el ataúd de madera. Y esas actitudes de los personajes y gentes del entierro, los chascarrillos e impresiones de los mismos, más recuerdos adjuntos al hilo narrativo, el fallo de Cardeñosa, las sempiternas bicicletas –vehículos de desplazamiento imprescindibles–, la música de Demis Roussos, Albert Hammond o Boney M, y las sensaciones que inundan la narración y abarrotan nuestro recuerdo de manera amena, lindando lo afectivo y lo vivido, y degustando esa metáfora preciosa de los boomerangs al cielo. Todo ello narrado de forma lírica, con pulso firme y prosa formal, limpia y muy correcta, hacen de esta “Hoya desollada” un paisaje interior común a todos los que lo vivimos siendo niños, sin duda de una forma especial a la que miraban nuestros mayores aquellos acontecimientos; pequeños actores formando parte de un decorado que es parte sustancial de nuestro subconsciente colectivo para aquella, nuestra primigenia generación.
“Esquirlas del espejo” es una obra sincera, atractiva y muy bien escrita, prosa que marca un sublime punto de partida para un excelente poeta. Esta reseña es el recordatorio de un buen libro y el recuerdo de una época evocada por una generación –esta nuestra– que el autor nos ha sabido transmitir de esta forma tan excelente. Gracias Miguel.
* A continuación podéis ver la entrevista que hizo el incombustible Antón Castro en su programa "Borradores" a Miguel Carcasona, hablando de este gran libro.
Este libro enamora desde el principio. Con la imagen de la Sierra de Guara en la retina, el autor va desgranando historias conmovedoras, estremecedoras, siempre bien hilvanadas, plenamente construidas, y mejor escritas. La inmediatez de “El heredero”, el ambiente sórdido y los recuerdos primigenios que nos unen a los de esta generación nacida en los sesenta tan bien descritos en “La hoya desollada”, la conmovedora y tan bien llevada historia de “El espejo impasible” o la realista –y tremendista, al mismo tiempo– “Y van para cinco años”, marcan un punto de calidad difícilmente superable. Así, hasta nueve historias de argumentos plenos y sabiamente trenzados, de grácil lectura, llevados con mano maestra a los planos que el autor nos quiere enseñar para asombrarnos con finales sorprendentes, brillantes, perturbadores.
Me voy a centrar en el relato “La hoya desollada”, quizá el más largo, apoyándome en una frase del autor que en la contraportada cita; “De ahí las alucinaciones o leyendas que, en algunas páginas, afloran desde el fondo del subconsciente, individual o colectivo”. Ese subconsciente es el que me ha abrazado instintivamente con la lectura del mismo; el que me ha llevado a una íntima parte de mi recuerdo de manera apabullante y directa.
Miguel pertenece a una generación paralela a la mía, su infancia rural representa un pasado infantil igualmente abrazado al mío y seguramente territorio conocido para muchas personas que vivieron esas mismas sensaciones primigenias a pesar de no haber coincidido en la cercanía de la relación personal directa pero sí de participar de las escenas e historias de una España sórdida que comenzaba a desperezarse del largo letargo dictatorial, ante la luz de una esperanza de libertad y democracia; unas escenas idénticas en el recuerdo colectivo de todos nosotros. Una España que nos enseñó –a esos niños de los sesenta– que la vida no era tan fácil como la pintan ahora, que compartimos un cambio político y de mentalidades arcaicas mascando parte de las pequeñas miserias que aún se vivían en los pueblos españoles (calles sin asfaltar, pueblos sin agua corriente, madres fregando en los lavaderos del río, teléfonos de centralita comunitarios, frío sólo mitigado con estufas de leña y bolsas de agua caliente para la cama, televisión con rombos, programación raquítica y una UHF casi fantasma…). Nuestros padres y mayores siempre nos hablaron de lo difícil que fue la vida en su tiempo, lo mucho que trabajaron y lo mal que lo pasaron; los jóvenes, y ahora nuestros hijos, creen que todos nacemos con una Nintendo bajo el brazo y que el teléfono móvil, el MP3 y 4, e Internet, existieron desde que el mundo es así; nosotros somos esa generación puente entre nuestros padres y nuestros hijos, abuelos y nietos tan separados (no sólo en el tiempo sino también en las mentalidades y la percepción del devenir) y a la vez tan cercanos; somos los niños que no pasaron penalidades pero que sí sabían de estrecheces y de que la vida no era de color rosa. “La hoya desollada” me ha trasladado a esa infancia rural tan particular, al fútbol y los juegos en las eras, a las correrías por los huertos y frutales, a las grabaciones caseras de radio a cassette (cutres pero encantadoras), a los baños en el río (a veces simple acequia), a los recuerdos que nos marcaron de por vida y ahora nos vienen a la mente… Uno de esos recuerdos imborrables es la presencia cercana de la muerte en familiares directos, muerte tamizada por unas retinas infantes.
Esa descripción del velatorio tan característica en el ámbito rural de aquella época y que tanto nos marcó a los entonces niños, la convivencia con la muerte y sus ritos, ese paralelismo con el funeral de Franco tan verídico, de un fondo tan real –tal y como narra Miguel en su relato– que todos creímos que allí mismo estaba el dictador bajo el manto (negro en mi recuerdo) que cubría el ataúd de madera. Y esas actitudes de los personajes y gentes del entierro, los chascarrillos e impresiones de los mismos, más recuerdos adjuntos al hilo narrativo, el fallo de Cardeñosa, las sempiternas bicicletas –vehículos de desplazamiento imprescindibles–, la música de Demis Roussos, Albert Hammond o Boney M, y las sensaciones que inundan la narración y abarrotan nuestro recuerdo de manera amena, lindando lo afectivo y lo vivido, y degustando esa metáfora preciosa de los boomerangs al cielo. Todo ello narrado de forma lírica, con pulso firme y prosa formal, limpia y muy correcta, hacen de esta “Hoya desollada” un paisaje interior común a todos los que lo vivimos siendo niños, sin duda de una forma especial a la que miraban nuestros mayores aquellos acontecimientos; pequeños actores formando parte de un decorado que es parte sustancial de nuestro subconsciente colectivo para aquella, nuestra primigenia generación.
“Esquirlas del espejo” es una obra sincera, atractiva y muy bien escrita, prosa que marca un sublime punto de partida para un excelente poeta. Esta reseña es el recordatorio de un buen libro y el recuerdo de una época evocada por una generación –esta nuestra– que el autor nos ha sabido transmitir de esta forma tan excelente. Gracias Miguel.
* A continuación podéis ver la entrevista que hizo el incombustible Antón Castro en su programa "Borradores" a Miguel Carcasona, hablando de este gran libro.
1 comentario:
Todos estos relatos son fragmentos de vida. Injusta, breve, cruel y desesperada vida. Pero siempre latiendo, siempre imparable, arrolladora; venciendo siempre a todo.
Al final, la vida se convertirá en un recuerdo con el que el presente tropieza. El recuerdo de una guerra, un abuelo, socarrón y sabio, en la bancada de una plaza, un amigo al que perdimos de vista, un pasado que otros conocerán en el futuro, una huida, una bomba sin estallar, un destino cruel, un exilio y un silencio de muerte. Una pérdida, un dolor, la palabra para guardar el recuerdo. Y la vida, arrolladora, que sigue latiendo en otros, en nosotros mismos, enfrentándose a todo, venciendo siempre.
"La vida frente a todo"
Luis Borrás Dolz
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