(a Román Ledo, entrañable amigo y buen narrador de relatos y cuentos).
Acabada la película, las nueve en punto de la noche, Jorge, Enrique, Ernesto y quien esto suscribe, pensamos que era demasiado pronto para regresar a casa, a la pensión "Dieciséis", que es donde nos hospedábamos. Para tomar unas cervezas, dice Jorge, nada mejor que ir a "Las escalerillas", ese bar donde suele haber mujeres de alterne.
Un tanto calentitos que estábamos después de ver "Arroz amargo", neorrealismo italiano, tan de moda como estaba entre nosotros entonces. No sé bien por qué, con la censura reinante, esa permitida película. No es que fuese muy atrevida, que no lo era, pero sí sobrepasaba los límites de nuestro cine, de nuestra censura. Silvana Mangano, la protagonista, mostraba sus pechos redondos y blancos, casi enteros. Y la falda por encima de las rodillas. Muy atrevida la película para el cine que se hacía por aquí.
"Las escalerillas" era un bar que llevaba fama porque allí frecuentaba la "Chata". Hermosa joven que se hizo famosa por haberse "tirado" en unos minutos nada menos que a un equipo de fútbol de tercera división de un pueblo próximo. El entrenador les dijo: si ganáis el partido, os regalo unos minutos con la "Chata". Ganaron, y allá se fueron. Ella, sin levantar la cabeza, entiéndase sin levantarse de la cama, fue degustando, mejor dicho, fue degustada por once muchachos del equipo, y tres más, los reservas.
Jorge nos contaba aquello emocionado, como si también él hubiese tomado parte en el asunto.
-Es que lo cuentas con tanta emoción, con tal lujo de detalles -interpuso Enrique-, que más bien parece que tú también tomaste parte en el asunto. Uno más del equipo quiero decir.
Y nos reimos todos, claro.
Esperaba yo con entusiasmo visitar aquel bar tan famoso, tan significativo, debido a que allí se daban cita distinguidas señoritas. De momento, aparte de los adornos de flores y cuadros de mujeres famosas en el cine, me inquietó verme allí, por lo que desvié la mirada al que estaba al otro lado del mostrador, con cierto aire de mariquita.
Había también, sentadas en taburetes, junto a la barra, tres mujeres, atractivas ellas, bebiendo cocacola con ginebra, pero no estaba la Chata". Y esperamos. A poco llegó ella, estirándose la falda, colorada, prueba de que venía de funcionar. Se dio cuenta de que mirábamos para ella, y nos sonrió, abriendo algo la boca, como ofreciéndonos un beso. Jorge interpretó aquello como un ofrecimiento.
-La sonrisa va por ti, Jorge, se ve que le gustas, -dijo Ernesto.
-¿Por qué no vas con ella?, -interpuso Enrique.
-Es que entre ella y vosotros os prefiero a vosotros, qué caramba.
Momento en que entró en el bar un hombre alto, ya mayor, cojo de una pierna. Se acercó a la barra, se acercó a ella y le dio un beso. Le separó los cabellos con sumo cuidado y le besó con amor en el cuello. Varias veces.
-Maricón de playa- dice para nosotros Enrique-, ¿sabrá ese tipejo en qué lío se ha metido?
-¿Te das cuenta? -dice José-. Es más puta que las gallinas. Sólo le gusta el dinero. Le da igual un estudiante, un albañil, o un pastor de cabras.
-O un equipo de fútbol de tercera división -digo yo.
-Eso de compararla con las gallinas tiene su gracia. No había oído nunca que las gallinas sean putas, -dice Enrique, tapándose la boca
con ambas manos.
Parece que ella, la "Chata", oyó algo de lo que comentábamos, y murmuró por lo bajo: "Mocosos de mierda, ¿por qué no aceptáis con agrado la belleza natural?
Pagamos la cuenta, a escote, y marchamos.
Atrás quedaba la "Chata", aguantando las caricias de aquel hombre con aspecto de bruto, seguramente para ajustar el precio y acostarse con ella un rato. Uno de tantos.
*Raimundo Lozano fue uno de nuestros premios búhos 2008 en reconocimiento a su trayectoria literaria y el conjunto de su obra.
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