martes, 20 de enero de 2009

Durruti o el destino trágico del anarquismo


por Fernando VILLACAMPA (Profesor y escritor)

Buenaventura Durruti, uno de los dirigentes anarcosindicalistas de mayor dimensión histórica y legendaria, falleció en Madrid, en las inmediaciones del frente de la Ciudad Universitaria, en noviembre de 1936. ¿Murió a consecuencia de un certero disparo efectuado por un enemigo apostado en una ventana? ¿Lo mataron "los comunistas" en un episodio más de los constantes enfrentamientos internos entre las fuerzas antifascistas? ¿Fue una venganza perpetrada por algún correligionario suyo? ¿O, como aseguró un testigo presencial, se le disparó su propia arma en un accidente banal?

A lo largo de sus 40 años de vida, Durruti estuvo en el epicentro de los episodios más significativos en la historia del periodo cenital del anarquismo español: la huelga general de 1917; las empresas descabelladas y descabaladas como el intento de derribar a la Dictadura de Primo de Rivera en 1924; el triunfo en Barcelona sobre el fascismo en julio del 36, cuando todo el poder en Cataluña pasó prácticamente a manos de los anarquistas; el frente de Aragón para la toma de Zaragoza (la empresa frustrada en que Durruti empeñó los últimos meses de su vida); finalmente, la guerra civil dentro de la guerra civil que sostuvo la CNT-FAI con el resto de las fuerzas antifascistas a propósito de sus muy diferentes enfoques de las prioridades entre victoria militar y revolución.

Como todos los héroes trágicos, Durruti fue un hombre contradictorio: firme pero capaz de dudar, rudo y sensible, feroz y tierno a la vez, con una voluntad férrea unida a una desorientación casi infantil: una mezcla extraordinaria. En él se encarnan esas antítesis tan consustanciales a los anarquistas históricos, propensos a moverse con toda desenvoltura entre el amor a la humanidad, el anhelo de dignidad, la fraternidad, la aspiración a una vida sencilla, la moralidad estricta, el naturismo y el vegetarianismo, de un lado, y de otro el fanatismo, la obcecación, la crueldad y las prácticas gangsteriles.
¿Nos quedamos con el temible Durruti que no pestañea ante una orden de fusilamiento o con el que recibe a sus correligionarios cambiando los pañales de su hijo o con el delantal puesto para pelar patatas? ¿Con el pistolero armado hasta los dientes o con el que destina el dinero de los atracos a mantener librerías y bibliotecas libertarias? ¿Con el ardoroso combatiente o con el que asegura que "La guerra es una porquería"? ¿Con el comecuras o con el protector del párroco Jesús Arnal, al que colocó como escribiente de su regimiento? ¿Con el hombre que aparece en algunas fotografías con el ceño fruncido o con el de la sonrisa entre tímida y fanfarrona? Da igual: todas las caras de Durruti aparecen marcadas por el signo del destino trágico de los anarquistas, el que determinó la biografía de tantos otros apóstoles de la Idea, guiados por la aurora fatal de un entusiasmo tanto más febril cuanto más abocado al fracaso estaba -aunque sólo lo hemos sabido a posteriori- su proyecto histórico.

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