viernes, 30 de enero de 2009

Epístola de un ángel

por Antón Castro

Nunca había asistido al rodaje de una película. Y era algo que tenía completamente mitificado. Hubo una época de mi vida, a principios de los 80, cuando era camarero, que consideré que podía dirigir películas y redactar guiones. Apenas tenía dinero, pero iba tres o cuatro veces por semana a las matinales de los Multicines Buñuel. Aquel era un festín para mí: abrí un cuaderno, y dos y tres, y lo fui llenando de notas sobre la película, los actores, la historia del guión, el propósito del director y mis propias teorías. Por todo ello, en aquel verano en que me convertí en periodista de “El Día de Aragón”, encaré el rodaje con absoluto entusiasmo. En realidad, con una idéntica porción de ilusión y pánico.


Llegué a Calatayud en autobús, y busqué los puntos de rodaje: la plaza central, el hotel donde pernoctaban los equipos, la plaza de toros. Y pronto, muy pronto, me topé con los actores y todos los cachivaches de producción, entre ellos algunos negros coches de la posguerra inicial. La plaza era realmente espectacular: como un gran teatro de comedia que aguarda a que los actores declamen a Cervantes, a Lope de Vega y a Calderón. Asistí a diversas tomas con auténtica delectación: no podía creérmelo. La película se titulaba El aire de un crimen, la dirigía Antonio Isasi. El capitán Medina era un actor local que empezaba entonces su proyección: Chema Mazo. Había muchos intérpretes importantes y no tan importantes. Me invitaron a cenar con ellos. Me puse pesado: quería saberlo todo. Preguntaba y preguntaba, y Germán Cobos me contestaba conteniendo el fastidio. Uno de sus amigos, uno de esos animadores de los actores que tienen buena conversación e instinto teatral aunque no lo practican, uno de ésos que siempre hablan de gastronomía y de viajes, me dijo: “Chaval. Olvídate por una hora del trabajo”. Lo intentaba. Lo intentaba, pero se me hacía difícil. Me volvió a advertir el amigo que “dejase de hacer el pelma”. Al final lo logré. O lo lograron ellos. Me emborracharon con cerveza, con vino, con orujo. Al otro día, entrevisté a casi todo el equipo, tomé fotos, eso sí: tenía un insoportable dolor de cabeza. El domingo siguiente publiqué el artículo, y dije que la joven actriz de catorce años no era una chiquilla, era un ángel vestido de amarillo. “O la diosa de hermosura inefable que enloqueció a Paris”, eso escribí sin temor al ridículo. Algunos días más tarde recibí un sobre con algunas fotos: estaba completamente borracho en todas. Una de ella ponía en el reverso: “Bailas fatal, aunque eres muy simpático. Maribel Verdú”. A ella, precisamente a ella, la había confundido con un ángel.

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