No sé si os pasará a vosotros lo mismo, pero a mí, conforme voy cumpliendo años, mis recuerdos van al revés, hacia atrás. Así que ya casi he llegado a mi infancia.
Recuerdo las Semanas Santas de aquellos tiempos. Días de respeto, de silencio. Aquél ir y venir por las iglesias la familia al completo. Mi padre, mi madre, mi hermana y yo. Mi madre llevaba en esas ocasiones un hermoso velo de encaje, “media mantilla” decía ella, que volvía a guardar entre dos capas de papel de seda hasta el año siguiente. Y un rosario de mi abuela o bisabuela que también era celosamente guardado. No es que mi madre rezase el rosario una vez al año, no, pera “aquél” veía la luz exclusivamente en los días de Jueves y Viernes Santos.
También recuerdo, y yo sigo la tradición, los “menús” especiales de Semana Santa. El potaje de garbanzos y espinacas, los pescados de los viernes, las torrijas del Jueves Santo y el cordero pascual.
Y a la emoción de las procesiones con aquellos “pasos” que daban tantísima pena, y el deseo de que llegase el de la Virgen más iluminado y con más flores.
Y un ansia de ser buenos, de ser siempre buenos…
Y por encima de todo, de la música religiosa y el redoble de los tambores, aquel aroma especial, mezcla de incienso, cera derretida y flores, que me hacía exclamar.
-¡Mamá, huele a Semana santa!
Tengo la seguridad de que dentro de unos días, cuando menos lo espere, pero en un momento determinado, respiraré hondo y diré: huele a Semana Santa.
Recuerdo las Semanas Santas de aquellos tiempos. Días de respeto, de silencio. Aquél ir y venir por las iglesias la familia al completo. Mi padre, mi madre, mi hermana y yo. Mi madre llevaba en esas ocasiones un hermoso velo de encaje, “media mantilla” decía ella, que volvía a guardar entre dos capas de papel de seda hasta el año siguiente. Y un rosario de mi abuela o bisabuela que también era celosamente guardado. No es que mi madre rezase el rosario una vez al año, no, pera “aquél” veía la luz exclusivamente en los días de Jueves y Viernes Santos.
También recuerdo, y yo sigo la tradición, los “menús” especiales de Semana Santa. El potaje de garbanzos y espinacas, los pescados de los viernes, las torrijas del Jueves Santo y el cordero pascual.
Y a la emoción de las procesiones con aquellos “pasos” que daban tantísima pena, y el deseo de que llegase el de la Virgen más iluminado y con más flores.
Y un ansia de ser buenos, de ser siempre buenos…
Y por encima de todo, de la música religiosa y el redoble de los tambores, aquel aroma especial, mezcla de incienso, cera derretida y flores, que me hacía exclamar.
-¡Mamá, huele a Semana santa!
Tengo la seguridad de que dentro de unos días, cuando menos lo espere, pero en un momento determinado, respiraré hondo y diré: huele a Semana Santa.
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