Autora: Marisa Frisa
Editorial: Martínez Roca (Madrid)
por Miguel Carcasona (Escritor)
“15 maneras de decir amor” es la quinta obra de la zaragozana María Frisa y donde alcanza el mayor grado de madurez narrativa, al aunar las cualidades esenciales de sus dos últimos libros: el humor y la introspección psicológica, bases de “Breve lista de mis peores defectos” (Martínez Roca,2006), y la metaliteratura y el culturalismo que jalonan el conjunto de relatos “Uno mismo y lo inesperado” (DPZ, 2007; premio Isabel de Portugal). Aunque comparte con “Breve lista...” que el protagonimo central recae en una mujer treintañera, no demasiado satisfecha de su vida, nos hallamos ante una novela coral, en la que la autora parece que jugase con la cámara durante el rodaje de una película al alternar la narración en primera persona con algunos pasajes en tercera.
Discurren por el relato unos seres atribulados (“El libro de los seres perdidos” iba a ser su título original; un título que la define mejor), cuyos propios nombres nos informan sobre sus cualidades: Olvido, Angustias, Héctor -homónimo del héroe troyano, con su misma simbología de lealtad- Alicia, como cantaba Bunbury “expulsada al país de las maravillas”. Personajes cuyas vidas describe el propio Héctor al definirse: “Soy un imbécil; uno de los que sabe lo que quiere, más o menos, y sabe por qué, si bien lo quiere flojito, con miedo o con poca fuerza. Uno de esos imbéciles que termina siempre haciendo lo que no desea y dejando para mañana lo pretendido, a ver si entonces encuentra fuerzas”.Pero la tragedia se ve aliviada por el humor. A menudo, humor sarcástico que incluso deriva en negro, por ejemplo cuando se pide sustituir, en política educativa, una “asignatura tan innecesaria como Conocimiento del Medio” por otra que podría llamarse “hacia una muerte meritoria”. En otras, enlazando con la metaliteratura y el culturalismo, se parodia el mundillo de los concursos literarios o se homenajea a Augusto Monterroso, maestro de la prosa y la ironía, en el pasaje donde se le revela a un personaje el verdadero sentido de su célebre microrrelato del dinosaurio; una interpretación que echa por tierra sesudas discusiones sostenidas con sus compañeros filólogos, y que lo dejan pasmado porque él era “un gran defensor de los manuales de literatura, los cursos de escritura creativa, los jarrones con rosas amarillas, la pasta a la carbonara, el nombre de María y el derecho de las putas a la Seguridad Social”.
El culturalismo en esta novela, sin embargo, no implica una exhibición vanidosa de erudición, sino que se enmarca dentro del significado que Guillermo Carnero le otorga: “voluntad y destino de continuidad cultural; signo externo de pertenencia a la tradición, reconocimiento de la relación deudora que mantenemos con ella y afirmación de su inagotable vitalidad”. Este culturalismo incluye también el cine y el rock, que constituyen, parafraseando a Vázquez Montalbán, la principal educación sentimental de esa generación que se acerca a los cuarenta y que María Frisa retrata con maestría.
Discurren por el relato unos seres atribulados (“El libro de los seres perdidos” iba a ser su título original; un título que la define mejor), cuyos propios nombres nos informan sobre sus cualidades: Olvido, Angustias, Héctor -homónimo del héroe troyano, con su misma simbología de lealtad- Alicia, como cantaba Bunbury “expulsada al país de las maravillas”. Personajes cuyas vidas describe el propio Héctor al definirse: “Soy un imbécil; uno de los que sabe lo que quiere, más o menos, y sabe por qué, si bien lo quiere flojito, con miedo o con poca fuerza. Uno de esos imbéciles que termina siempre haciendo lo que no desea y dejando para mañana lo pretendido, a ver si entonces encuentra fuerzas”.Pero la tragedia se ve aliviada por el humor. A menudo, humor sarcástico que incluso deriva en negro, por ejemplo cuando se pide sustituir, en política educativa, una “asignatura tan innecesaria como Conocimiento del Medio” por otra que podría llamarse “hacia una muerte meritoria”. En otras, enlazando con la metaliteratura y el culturalismo, se parodia el mundillo de los concursos literarios o se homenajea a Augusto Monterroso, maestro de la prosa y la ironía, en el pasaje donde se le revela a un personaje el verdadero sentido de su célebre microrrelato del dinosaurio; una interpretación que echa por tierra sesudas discusiones sostenidas con sus compañeros filólogos, y que lo dejan pasmado porque él era “un gran defensor de los manuales de literatura, los cursos de escritura creativa, los jarrones con rosas amarillas, la pasta a la carbonara, el nombre de María y el derecho de las putas a la Seguridad Social”.
El culturalismo en esta novela, sin embargo, no implica una exhibición vanidosa de erudición, sino que se enmarca dentro del significado que Guillermo Carnero le otorga: “voluntad y destino de continuidad cultural; signo externo de pertenencia a la tradición, reconocimiento de la relación deudora que mantenemos con ella y afirmación de su inagotable vitalidad”. Este culturalismo incluye también el cine y el rock, que constituyen, parafraseando a Vázquez Montalbán, la principal educación sentimental de esa generación que se acerca a los cuarenta y que María Frisa retrata con maestría.
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