Sólo hay que cerrar los ojos para aterrizar directamente en el asteroide B-612. Allí los príncipes jamás se entregan a la seriedad, los problemas se entierran bajo las raíces de los baobabs y cambiando la posición de la silla puedes contemplar un amanecer tras otro. También es posible enamorarse de una rosa esquiva y caprichosa, limpiar volcanes y dejar que las dudas se conviertan en una bandada de pájaros que te transporten a mundos desconocidos. La literatura tiene esas cosas, desempolva las ganas de soñar cuando crees estar a salvo de la magia y así descubres, sin moverte del sitio, que la vida no es más que un cuento chino contado por bocas maldicientes, que el delirio tiene nombre francés y viaja en avionetas que se estrellan en el desierto, por casualidad, mientras las coordenadas de todos los mapas bailan en las jorobas de un camello amigo. Debo agradecer a Pilar Moros este encuentro íntimo con Antoine de Saint-Exupéry.
Hace apenas un mes me pidió colaborar con ella en una serie de conferencias organizadas por la Asociación Aragonesa de Escritores que pretendían aunar literatura y psicología. A pesar de que había más títulos, Pilar pensó en mí para hablar sobre “El principito”. En un primer momento quise negarme, pero algo parecido a un presentimiento me hizo aceptar ese libro que en mi adolescencia no despertó interés alguno. Tal vez hay historias que están condenadas a la incomprensión hasta que el azar las convierte en un tesoro del que ya no puedes prescindir. De este modo y casi desde la el inicio del libro, el principito logró conquistarme, su poesía, sencillez y ternura liquidaron antiguos resquemores y me convirtieron de súbito en una persona nueva, de esas que son capaces de ver más allá de su nariz de gárgola. Por eso no es de extrañar que ahora en vez de sentarme frente al televisor, me ponga sin querer a garabatear en el papel boas que están apunto de hacer la digestión de un elefante, y que a ojos de las personas serias no es más que un sombrero viejo; y en las noches, en lugar de caminar cabizbaja y con el paso prieto, me detenga un instante para observar el cielo y buscar entre las estrellas el asteroide B-612, el único capaz de regalar sonrisas de almíbar. Me he propuesto regresar al principito cada vez que la vanidad me aprese, en cuanto las cosas importantes me ahoguen con su insignificancia y frunza el ceño sin ton ni son, como corresponde a una persona mayor. Antoine de Saint–Exupery me ha hecho un hueco en su avioneta para viajar juntos rumbo a la imaginación. Espero poder volver pronto a darme de bruces contra la realidad, extraviar el sentido común y sobrevivir a base de cuentos hasta que un extraterrestre con la cabellera alborotada aparezca a mi lado para hablarme con el corazón entre los dientes.
Hace apenas un mes me pidió colaborar con ella en una serie de conferencias organizadas por la Asociación Aragonesa de Escritores que pretendían aunar literatura y psicología. A pesar de que había más títulos, Pilar pensó en mí para hablar sobre “El principito”. En un primer momento quise negarme, pero algo parecido a un presentimiento me hizo aceptar ese libro que en mi adolescencia no despertó interés alguno. Tal vez hay historias que están condenadas a la incomprensión hasta que el azar las convierte en un tesoro del que ya no puedes prescindir. De este modo y casi desde la el inicio del libro, el principito logró conquistarme, su poesía, sencillez y ternura liquidaron antiguos resquemores y me convirtieron de súbito en una persona nueva, de esas que son capaces de ver más allá de su nariz de gárgola. Por eso no es de extrañar que ahora en vez de sentarme frente al televisor, me ponga sin querer a garabatear en el papel boas que están apunto de hacer la digestión de un elefante, y que a ojos de las personas serias no es más que un sombrero viejo; y en las noches, en lugar de caminar cabizbaja y con el paso prieto, me detenga un instante para observar el cielo y buscar entre las estrellas el asteroide B-612, el único capaz de regalar sonrisas de almíbar. Me he propuesto regresar al principito cada vez que la vanidad me aprese, en cuanto las cosas importantes me ahoguen con su insignificancia y frunza el ceño sin ton ni son, como corresponde a una persona mayor. Antoine de Saint–Exupery me ha hecho un hueco en su avioneta para viajar juntos rumbo a la imaginación. Espero poder volver pronto a darme de bruces contra la realidad, extraviar el sentido común y sobrevivir a base de cuentos hasta que un extraterrestre con la cabellera alborotada aparezca a mi lado para hablarme con el corazón entre los dientes.
*Publicado en la revista BARATARIA (Diciembre, 2009)
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