Ya estoy en mi departamento, quizá demasiado pronto. Con la frente apoyada en el cristal de la ventanilla, contemplo la estación casi solitaria. Una pátina húmeda y gris parece recubrirlo todo. Llueve. El viejo reloj, con sus mohosas saetas cargadas de miles de miradas viajeras, señala las seis y media.
Junto a la fonda de la estación, una muchacha bien parecida, recién peinada, recoge de un gran cesto la dorada carga de rubios panecillos. En el umbral de la puerta un perro se despereza…
Poco a poco, el andén va llenándose de viajeros de distinto sexo y edad, pero con una común característica: no tienen prisa. Sobra tiempo y sobra sitio en el tren de las siete quince, el tren de los madrugadores. De improviso, el kiosco de los periódicos abre sus puertas de par en par mostrando la alegre policromía de revistas y novelas. Junto al estribo, el último viajero enciende un cigarrillo y con gran parsimonia expulsa una bocanada de humo azul. Como si esto fuese una señal convenida, el Jefe de estación hace sonar su silbato. Partimos.
Junto a la fonda de la estación, una muchacha bien parecida, recién peinada, recoge de un gran cesto la dorada carga de rubios panecillos. En el umbral de la puerta un perro se despereza…
Poco a poco, el andén va llenándose de viajeros de distinto sexo y edad, pero con una común característica: no tienen prisa. Sobra tiempo y sobra sitio en el tren de las siete quince, el tren de los madrugadores. De improviso, el kiosco de los periódicos abre sus puertas de par en par mostrando la alegre policromía de revistas y novelas. Junto al estribo, el último viajero enciende un cigarrillo y con gran parsimonia expulsa una bocanada de humo azul. Como si esto fuese una señal convenida, el Jefe de estación hace sonar su silbato. Partimos.
Retorno al hogar. Atrás quedan los largos días de pensionado, el estudio a altas horas de la noche, con sueño y con dolor de espalda; la angustia y los nervios del examen final… ¡Lo conseguí! Y ahora, con mi flamante título en la maleta, voy a mi casa, vuelvo a los míos y vuelvo también a ti… ¡mi querido “gigante”! dentro de mi bolsillo acaricio tu carta y –creo que por centésima vez- vuelvo a leerla:
Enhorabuena, pequeña:
¡Por favor! ¿Cuándo te darás cuenta de que ya no soy una niña?
Estaba en tu casa cuando llegó la noticia bomba en forma de telegrama. ¡La que armamos! Tu padre se emocionó de veras y tuve que darle un poco de coñac…
¡Pobre papá, tan solo y eternamente cosido a su sillón de ruedas!
… yo me puse a tocar una marcha militar en el piano con todas mis fuerzas, y la buena de tata Rosa, entre lágrimas, empezó a hablar de visillos nuevos para tu cuarto y de una tarta de manza…
El revisor. ¿Dónde metí el billete? Un papel, otro papel, un guante, una llave… (¡Qué serio está y qué bigote tan grande tiene!). Una polvera, un pañuelo… Nada, no está. La documentación. Un señor que está sentado frente a mí me mira por encima de las gafas; a su esposa, de pronto, le da tos… El joven que estaba leyendo a mi izquierda dobla el periódico con tal estrépito, que me asusta y se me cae el bolso. Un río de pequeñas fotografías se esparce por el suelo, y entre ellas ¡el billete! Suspiro aliviada, todo solucionado. Entre los viajeros, corriente de simpatía. El hielo se ha roto, y cambiamos sonrisas y cigarrillos.
Otra vez tranquila en mi asiento. En mis manos, un poco arrugada, continúa tu carta…
… una tarta de manzanas. Hasta el jardinero ha bautizado a una nueva rosa con el nombre de DOCTORA en tu honor, y a mí me ha concedido tu padre, como otros años, la gracia de ir a esperarte a la estación.
Parece que te estoy viendo, con tus grandes manazas, cogiendo mis maletas como si fueran plumas, y a mí en volandas… ¿Cuándo me tratarás como a una mujer? ¿No te das cuenta, ciego, de que ya no quiero seguir siendo tu “vecinita” ni tu “amiga de la infancia” y que necesito que me quieras, no como un hermano, sino de otra manera?
El pueblo entero te está esperando. Con la escuela nueva, la ermita recién pintada, el bosque lleno de fresas, y el molino y el río. Este año he pintado el bote de azul y blanco… Verás qué verano pasamos tú y yo.
Palabras que ríen: tú y yo. Una claridad nueva invade el vagón. Ha salido el sol. Rápidamente bajo el cristal de la ventanilla y me entrego a la delicia del aire fresco y húmedo… Palabras que cantan: tú y yo. Huele a tierra mojada y a tomillo. La negra oruga del tren se desliza, y con su música de hierro parece repetir, como un estribillo, las maravillosas palabras que ríen y cantan:
Tú-y-yo. Tú-y-yo. Tú-y-yo.
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