martes, 21 de abril de 2009

Libro "Papeles dispersos" de Carlos Castán

PAPELES DISPERSOS
Carlos Castán
Tropo Editores. Libro de bolsillo.
166 páginas. 10 euros.


Últimamente, quizá porque la gente me las plantea, me he visto obligado a hacerme una serie de preguntas que, hasta la fecha, creo que sabiamente, había venido pasando por alto. Preguntas como "por qué escribo?" o "por qué escribo lo que escribo" o "por qué escribo lo que escribo como lo escribo".
Y más que respuestas, lo que me viene a la mente (en el caso, por ejemplo, de "por qué escribo"...) es una serie de imágenes que creo que de alguna manera tienen que ver con eso, aunque quizá no. Y me viene a la cabeza un Machado para siempre sin Leonor, con los zapatos rotos y llevando casi a cuestas a una anciana agonizante que es su madre, cruzando la frontera por los Pirineos sólo para morir juntos pocos días después bajo un sol de la infancia, y veo a mi madre leyéndonos historias de los mares del Sur, por la noche, fragmentos de libros que durante el día escondía, nunca he sabido dónde, no fuéramos a hacer trampa y leer el final, y también me vienen a la memoria los cementerios de París y los últimos minutos de la vida de Pessoa pidiendo papel y lápiz a una enfermera para escribir "yo no sé lo que pasará mañana". Y un paquete de Gauloises sin filtro en una mesa de mármol del madrileño café de Lyon y una lluvia sin consuelo vista a través de un cristal en el que se reflejan a su vez montones de libros desordenados.
Y veo también a una chica del instituto que se llamaba Yolanda García Bravo, la cual apenas conseguí que me mirara porque siempre, displicentemente, leía un libro que tenía entre las manos y recuerdo haber pensado "algún día yo seré ese libro y no querrás mirar al universo porque estarás conmigo".

Y escribo por todo eso. Y porque no encontré mejor manera de conocerme que alejarme de mí, inventar historias. En aquella época se estilaba bastante lo de llevar un diario en el que se supone que había que ir anotando las pequeñas tristes cosas que a uno le iban sucediendo, que en aquellos años solían ser invariablemente granos, chicas que miran hacia otro lado, torpes deseos y ridículos fracasos. Yo pensé que, puestos a escribir una vida, nada impedía que esa vida no fuera exactamente la mía, podía caer tranquilamente en la vieja tentación de ser otro porque, al fin y al cabo, lo importante de las cosas es cómo se cuentan de la misma manera que una vida contada es siempre infinitamente superior a una vida vivida: más hermosa y, sobre todo, más llevadera. Así podría tener otros problemas con otras mujeres, distinto miedo a monstruos diferentes (Quizá sea éste el motivo de que en el libro abunde la primera persona y los escritos con forma de diario o correspondencia).

Y no sé, supongo que en algún momento elegí convertirme en un ser seriamente enfermo que, bajo el lema "siempre en precario" miraría vivir, rebuscaría bajo la superficie de las cosas, otros planos, otras dimensiones, algo más que la nada bajo el doblez: ir poco a poco descubriendo una historia que dormía desde antiguo enredada en su maraña. Y comencé a escribir una monumental y genial novela de novelas que bajo el título de "De lenguajes y destinos" recogería en su globalidad la vida, el sentido de la historia, cada pliegue de la condición humana. El problema es que siempre escribía la página de en medio, es decir, faltaban 300 folios por delante y otros 300 por detrás. Escribiendo esa página central de la voluminosa obra me sentía libre. No tenía que perder tiempo en la presentación de personajes o la justificación de situaciones (que se supone habrían quedado perfectamente explicados en las páginas precedentes) ni preocuparme por la resolución coherente de lo que narraba (cosa que se iría aclarando a lo largo de las 300 páginas restantes que, por supuesto, nunca completé). Así iba anotando mis cosas, mis obsesiones más cotidianas y las de las decenas de personas que podría haber sido de no haber sido yo. Mis carpetas estaban llenas de hojas así, totalmente inconexas, en cuya cabecera había escrito notas como 113- H / Legajo VI para darme importancia si alguien en casa o en clase las descubría, aunque en realidad esos tristes folios estaban más solos que yo mismo.

Y empecé a escribir sobre eso, sobre la soledad radical desde la que nos enfrentamos a los demás y al mundo y a nosotros mismos, y de la imposibilidad de satisfacer nuestros deseos, Apolo y Luis Cernuda, los sueños convertidos en polvorientas hojas de laurel.

Frente al academicismo de los estudios de Filosofía, los relatos eran un claro espacio de libertad, dolor de línea clara, en contraposición a lo que se me proponía. Y preferí "Las manos sucias" a "El ser y la nada", "La caída" a los "Carnets" y "La prosa del mundo" a la "Fenomenología de la percepción". Como Tete Montoliu, que amaba a Mozart pero no quiso enterrarse vivo bajo la losa de sus partituras.

Y escribir se convertía en un refugio donde -a cambio de parte de mi tiempo y de mi sangre- podía, por un lado, dar al miedo, a la angustia y al desconsuelo la dimensión trivial de la ficción y, por otro, obtenía licencia para mentir o para llegar a la verdad a través de mil sucias mentiras: mentir y ser valiente, mentir y la vida ser menos escasa, mentir y rebelarse contra el sinfín de humillaciones, Machado enfermo cruzando la frontera, orines sobre la tumba de Baudelaire, Yolanda G. Bravo sin levantar sus dulces ojos del libro, la policía en los pasillos de la facultad, o M. Duras bebiendo a manos llenas un gran vaso de leche.

Y continúo escribiendo porque hay historias que quiero leer y no encuentro por la sencilla razón de que nadie las ha escrito todavía, y porque la sensación es como encontrar el libro que mi madre escondía durante el día y transformar -como un poderoso Dios- a mi conveniencia los finales de esas historias que entonces me hacían sufrir, e inventar lenguajes y destinos y revolver las entrañas de algún desconocido que me lee al tiempo que lucha contra su insomnio en mitad de una noche distinta de la mía, que de esta manera se convierte en mi noche, la noche de mi soledad y mis palabras.

Quizá, si me leéis, estáis sufriendo con sangrante injusticia el castigo que, en realidad, yo reservaba sólo para Yolanda García Bravo.