El siglo XIX en general y el Romanticismo en particular fueron tiempos pródigos en existencias dolientes y tormentosas. Una de las más infaustas, de trágico destino, fue la de Mariano José de Larra.
Situémonos en los años de la invasión napoleónica: en franca oposición a la versión heroica, tan popular y ensalzada al sur de los Pirineos, podemos pensar en una exposición alternativa de los hechos, que explicaría la feroz defensa del territorio nacional como un rechazo a la irrupción de nuevas ideas, demasiado avanzadas para lo que la ruda casta autóctona podía soportar. Aquellos más capaces e ilustrados, tildados de afrancesados, se vieron forzados al silencio o al exilio. Goya fue uno de los muchos que optaron por la expatriación; Mariano de Larra y Langelot, médico de ascendencia burguesa, siempre próximo a la corte, fue otro. Con el viajaron su esposa y su hijo Mariano José, que entonces contaba cuatro años. La familia tornaría a España en 1818, gracias a la amnistía decretada por Fernando VII.
En 1824 encontramos a nuestro autor en Valladolid, estudiante de medicina y protagonista de un suceso poco aclarado, que transformó de forma inequívoca su temperamento: al parecer, Larra se enamoró perdidamente de una mujer mayor, que resultó ser la amante de su propio padre. No podemos sino intuir lo que pasó por la mente de Larra, pero tal lance tuvo mucha repercusión en su corta existencia: el 13 de febrero de 1837, cuando aún no había cumplido su 28º aniversario, Mariano José de Larra se suicidó.
Larra fue un ácido articulista, siempre en armas contra la sociedad y sus instituciones, contra la pervivencia de costumbres e ideas anacrónicas y, también, contra la vida familiar, tal como él la conoció, en su faceta más descaradamente hipócrita. Larra, por lo demás, es un militante ideológico y librepensador, acreditado por su independencia de juicio. Ineludiblemente, se enfrentará tanto al despotismo fernandino como a las diferentes alternativas carlistas, a pesar de que, paradójicamente, formó en las filas de los “Voluntarios realistas”, un cuerpo paramilitar reconocido por su oposición a los liberales.
Situémonos en los años de la invasión napoleónica: en franca oposición a la versión heroica, tan popular y ensalzada al sur de los Pirineos, podemos pensar en una exposición alternativa de los hechos, que explicaría la feroz defensa del territorio nacional como un rechazo a la irrupción de nuevas ideas, demasiado avanzadas para lo que la ruda casta autóctona podía soportar. Aquellos más capaces e ilustrados, tildados de afrancesados, se vieron forzados al silencio o al exilio. Goya fue uno de los muchos que optaron por la expatriación; Mariano de Larra y Langelot, médico de ascendencia burguesa, siempre próximo a la corte, fue otro. Con el viajaron su esposa y su hijo Mariano José, que entonces contaba cuatro años. La familia tornaría a España en 1818, gracias a la amnistía decretada por Fernando VII.
En 1824 encontramos a nuestro autor en Valladolid, estudiante de medicina y protagonista de un suceso poco aclarado, que transformó de forma inequívoca su temperamento: al parecer, Larra se enamoró perdidamente de una mujer mayor, que resultó ser la amante de su propio padre. No podemos sino intuir lo que pasó por la mente de Larra, pero tal lance tuvo mucha repercusión en su corta existencia: el 13 de febrero de 1837, cuando aún no había cumplido su 28º aniversario, Mariano José de Larra se suicidó.
Larra fue un ácido articulista, siempre en armas contra la sociedad y sus instituciones, contra la pervivencia de costumbres e ideas anacrónicas y, también, contra la vida familiar, tal como él la conoció, en su faceta más descaradamente hipócrita. Larra, por lo demás, es un militante ideológico y librepensador, acreditado por su independencia de juicio. Ineludiblemente, se enfrentará tanto al despotismo fernandino como a las diferentes alternativas carlistas, a pesar de que, paradójicamente, formó en las filas de los “Voluntarios realistas”, un cuerpo paramilitar reconocido por su oposición a los liberales.
Larra es el adalid del romanticismo en acción y serán los males de España el tema capital de su obra crítica y satírica: ¿quién no recuerda su “Vuelva usted mañana”? Sufridor rebelde y autor de denuncia, firmó frecuentemente sus crónicas con diversos seudónimos y practicó una rápida incursión en la política activa; diputado electo por Ávila en 1836, no llegaría a ocupar su escaño a causa de la restauración de la Constitución de 1812, tras el Motín de la Granja. Mas si el desencanto político fue una constante, con particular acento en su desencuentro con Mendizábal, tampoco su vida emocional se caracterizó por la estabilidad. Una boda temprana con Josefa Wetoret, matrimonio desgraciado que concluirá en una dolorosa separación pocos años después, y una relación extramatrimonial, que podría calificarse con cualquier adjetivo excepto el de apacible, se suceden en los episodios amorosos de Larra, en los que sobresale un nombre propio por rúbrica: Dolores Armijo, la cual será, tras una fatal entrevista que implicaba la ruptura definitiva, el desencadenante del disparo que puso fin a la vida de Mariano José de Larra.
Los excelsos escritores que integraron la generación del 98 le rindieron un gran homenaje póstumo, mostrando su adhesión al ideario de Larra, tan claramente expuesto a través de sus artículos; unos escritos siempre plenos de desbordada ironía, paulatinamente sojuzgada por un pesimismo desesperanzado. Pero, ¿qué era lo que realmente bullía en la mente de Larra? Parece muy reveladora su pertenencia a los Voluntarios realistas, mientras su pluma criticaba cualquier exceso en las esferas políticas y sociales. Sus vaivenes y acatamiento ferviente y sucesivo de querencias opuestas podrían falsamente indicar un espíritu tornadizo y frívolo; muy al contrario, Larra es como una firme roca, plantada en medio de la corriente, que intenta resistir los embates desquiciados de un mundo voluble. Larra, fiel seguidor de líderes e ideas reformistas, no vacila en volver su espalda al dirigente caprichoso o arbitrario cuando considera que éste ha traicionado los ideales que le condujeron al poder. Porque lo que verdaderamente mueve a Mariano José de Larra es el trabajo bien hecho, la reflexión profunda y la ejecución consecuente, con plena coherencia entre dichos y hechos. En España, las cosas no marchan bien y Larra se revela contra el servilismo y el carácter acomodaticio que le rodea.
Tal vez el romanticismo no haya sido todavía bien comprendido. Tendemos a considerarlo como un movimiento de exaltación desbordada al que contemplamos con cierta benevolencia, pero hacia el que jamás sentimos la menor empatía: una embestida extravagante contra el orden instituido, un grito de niños sentimentales, incapaces de alterar el sólido y racional devenir humano… ¿Por qué no verlo como el antecedente capital de un cambio universal que todavía no ha llegado a cuajar? Ya no importa tanto el fin, sino el espíritu con el que obramos. Absolutismo, liberalismo, capitalismo, socialismo… el problema no está en las ideas, sino en su corrupción. Y entonces como hoy, demasiadas cosas esperan una solución. Mariano José de Larra nunca la encontró; quizás, como cita Miranda de Larra: “no se mató por una mujer (Dolores), ella sólo fue la gota que colmó el vaso” de su tragedia vital.
*Publicado en la revista Barataria (mayo 2010).
No hay comentarios:
Publicar un comentario